LIBROS DE VIAJES (estilo de Marco Polo, de toda la vida, versus estilo Barbie)
Leo libros de viajes desde que era niño, cuando los fines de semana agarraba de la biblioteca de mi padre el libro de Las Mil y una Noches y, entre todos los cuentos de Scheherezade, escogía el de los siete viajes de Sindbad el Marino, cuyas aventuras conseguían emocionarme. Luego cayó en mis manos el Libro de las Maravillas, de Marco Polo (aunque no fue este viajero mítico el que lo escribió, sino el amanuense Rustichello de Pisa) y al acabar de leerlo soñaba con viajar a China. Posteriormente, siendo un adolescente, compré Naufragios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que me transportó al sur del actual país de Estados Unidos de América, y al pasar sus páginas me parecía compartir con los expedicionarios españoles sus encuentros con los indígenas y las tribulaciones que padecieron. Julio Verne también escribió excelentes libros de viajes, como La vuelta al mundo en ochenta días.
Esas narraciones son directas, de tú a tú y te llegan al alma.
Pero, en la actualidad, raros son los libros de viajes que me interesan, pues sus autores, en un estilo que yo denomino “Barbie”, emperifollan innecesariamente el texto con poesía barata describiendo en media página las impresiones que les produjeron la salida del sol, su ocaso, o el viento, la lluvia, los colores del arcoíris, el canto de un gallo… y compruebo, además, que han copiado párrafos enteros de Wikipedia, o de otro medio, para llenar páginas, cuando detallan un hecho histórico, o una obra arquitectónica, o monumento. Y muchos escogen palabras enrevesadas, rimbombantes, creyendo así que ello les hace más “cultos”, o más “profesionales”.
No soporto esos libros; los cierro de inmediato y los regalo, pues ni siquiera deseo colocarlos en mi pequeña biblioteca de libros selectos de viajes.
Tampoco suelo interesarme por leer libros autopublicados, pues sus autores entregan dinero por adelantado a una imprenta (que se camufla como “editorial”) para que les pongan tapas a sus relatos de viajes. Y esos autores, una vez que la imprenta ha cobrado y le ha puesto tapas a uno o dos de sus textos, con toda desfachatez y grandes dosis de narcisismo, se denominan “escritores”. Naturalmente, antes de autopublicarlos han intentado, sin éxito, que se los acepte alguna editorial solvente.
Esos “autores” me hacen recordar mi infancia, cuando en una estación de Metro de Barcelona (creo que era la de Plaza de España) había una cabina donde se insertaban 200, o 300 pesetas y una persona se ponía a cantar durante 3 minutos, y al acabar salía un disco por una ranura. Todo contento, el que cantaba y había puesto el dinero ya se consideraba un “cantante” por poseer un disco propio. Otro tanto me producen los aficionados a la fotografía que se compran una cámara, realizan fotos en alguna boda o comunión de su barrio, o bien en alguno de sus viajes al extranjero, y ya se declaran “fotógrafos” profesionales.
Al menos, los libros de viajes que ofrecen las editoriales te pueden gustar o no, pero han sido evaluados por un lector que aprueba su publicación, y el autor percibe alrededor de un 10% sobre el precio de venta al público, como derechos de autor, además de recibir un adelanto sobre las futuras ventas.
Tampoco leo guías de turismo, pues son más bien propias de turistas, como la misma palabra indica. Por otra parte, esas “guías” ya son obsoletas cuando salen a la venta. Por lo general, sus autores compran con anterioridad los libros que ya están editados sobre un país determinado, plagian muchas de sus páginas cambiando un poco el texto, y añaden algo de su propia cosecha. Pero desde el momento en que el autor se aloja en un hotel recomendado, o come en un restaurante, hasta que se publica la guía, ha pasado tanto tiempo que tal vez ya no existan esos sitios. Además, si esas guías tienen éxito, los dueños de los establecimientos, al saberlo, subirán los precios y estarán siempre llenos de turistas.
Por último, los libros escritos por periodistas y reporteros sobre algún país que visitan, no son libros de viajes. Podrán contener información geopolítica de un lugar, pero, al fin y al cabo, esos periodistas son obreros, asalariados de un diario o canal de televisión y obedecen las órdenes de un jefe que les manda a un determinado lugar para escribir sobre él, muchas veces a países conflictivos con guerra o por haber sufrido una catástrofe natural. El viajero es libre, viaja adonde quiere, no da explicaciones a nadie, no depende de jefes, no busca lucro comercial. Pero durante décadas nos han dado gato por liebre y nos han hecho creer que los libros de los periodistas/reporteros son buenísimos (ellos dominan los medios de comunicación para adoctrinarnos sobre ello) y de verdaderos viajes, y venden libros como churros debido a su fama como periodistas/reporteros, pero como viajeros son una completa nulidad, un cero a la izquierda. Entre ellos se recomiendan y se dan palmaditas en la espalda. De entrada, un periodista/reportero NO ES UN VIAJERO, es un viajante, que es todo lo contrario, un anti-viajero que se desplaza por dinero, o por encargo.
Hay excepciones, como cuando un periodista viaja por su cuenta, por placer, tipo Javier Nart, que ha escrito libros de viaje muy aceptables. Otro reportero, free lance, es el gran viajero aragonés Francisco Po Egea, que ha escrito libros maravillosos sobre sus viajes por Asia, lo mismo que el canario Alberto Vázquez Figueroa sobre Sudamérica (a los 24 años dio una vuelta el mundo junto a dos amigos, en un viejo barco, que duró 14 meses, y del cual escribió el libro “Bajo siete mares”). Y también tenemos a la corresponsal Rosa María Calaf, que ha emprendido viajes por casi todos los países del mundo, desde que en 1973 realizara, junto a su marido, un viaje de un año y medio en furgoneta por numerosos países africanos, desde Argelia a Sudáfrica.